Desde el inicio de la pandemia de COVID-19, se habló mucho sobre la posibilidad de que esta crisis pudiera ser una oportunidad para que la humanidad reflexionara sobre su actitud frente al mundo. Se pensó que, quizás, el sufrimiento compartido por todo el mundo podría llevar a una mayor empatía y solidaridad entre las personas.
Sin embargo, a medida que la pandemia se extendió por todo el mundo, quedó claro que estas esperanzas eran exageradas. En lugar de unirnos, la pandemia parece haber exacerbado las divisiones y desigualdades que ya existían en la sociedad.
En muchas partes del mundo, la respuesta a la pandemia ha estado marcada por la politización, la negación y el individualismo. Muchas personas se resistieron a las medidas de salud pública recomendadas, como el uso de mascarillas y el distanciamiento social, argumentando que estas medidas infringían sus derechos personales.
Además, la pandemia ha puesto de manifiesto las desigualdades económicas y sociales que existen en todo el mundo. Mientras que algunos han podido trabajar desde casa y mantener su nivel de vida, otros han perdido sus empleos y se han enfrentado a la pobreza y la inseguridad alimentaria.
Estos patrones de comportamiento sugieren que, en lugar de ser una fuerza unificadora, la pandemia ha revelado la profundidad de las divisiones que existen en nuestra sociedad. Y lo que es peor, ha demostrado que, en su mayoría, la humanidad es egoísta.
En lugar de aprovechar la oportunidad para cambiar nuestra actitud hacia el mundo y hacia los demás, muchos han optado por defender sus intereses personales en lugar del bien común. Como resultado, el mundo continúa enfrentando grandes desafíos en lugar de avanzar hacia soluciones más efectivas.